Mi abuela la guerrera: Realismo literario con CHATGPT
- Erika Jose Baez Laguna
- 2 dic 2024
- 3 Min. de lectura
Crecí en un rincón del norte, en un pueblito abrazado por las montañas Loma Linda. Allí, los días eran lentos y eternos, llenos de ese bullicio discreto que emiten las cosas pequeñas: el zumbido de las abejas entre las flores, los ladridos de los perros que parecían discutir con las sombras, y el murmullo de los pinos cuando el viento les peinaba las ramas. La tierra, oscura y fértil, tenía un aroma único, como si respirara vida. En cada lluvia, no solo mojaba el suelo; era como si despertara algo más profundo, como si el campo entero recordara que debía florecer.
En ese paisaje vivía mi abuela. Era una mujer de cuerpo robusto y de presencia enorme. Tenía el cabello completamente blanco, como si cada cana fuera una cicatriz de los años que la vida le había tatuado sin permiso. Sus manos eran fuertes, endurecidas por el trabajo, pero al mismo tiempo suaves, como si supieran que cargaban el peso del mundo y debían hacerlo con delicadeza. Caminaba con calma, pero cada paso parecía definitivo, como si la tierra misma cediera ante ella.
Había sobrevivido a cosas que yo solo podía imaginar en susurros. La guerra había arrasado con casi todo: las montañas, antes verdes y rebosantes, quedaron heridas, cubiertas de cenizas. La casa, nuestro refugio, se convirtió en ruinas, y el ganado, que un día llenó el valle con su música, desapareció entre la necesidad y el saqueo. Pero ella seguía, como si el dolor y la pérdida no fueran motivos suficientes para detenerse. Alimentó a combatientes de ambos bandos sin preguntar a quién defendían, porque su deber no era juzgar, sino proteger lo poco que quedaba.
Mi abuela nunca lloró. Yo no la vi. No porque no sintiera el peso de las cosas, sino porque no podía permitírselo. Había hijos que criar, campos que sembrar, un hogar que reconstruir. La vida no le dio tiempo para detenerse a pensar qué estaba bien o mal, ni para preguntarse qué habría sido si todo hubiera sido distinto. Ella era una mujer que avanzaba, siempre.
Y allí estaba yo, una niña tímida, que vivía entre las sombras de su fortaleza. No hablaba mucho, pero lo observaba todo. La forma en que toda ella trabajaba cada día, se conviertió en ejemplo de mujer y de lucha. El modo en que su mirada podía ser firme y tierna a la vez. Para mí, ella era todo. Su fuerza me protegía, pero también me sostenía. Era mi refugio, mi mundo entero.
Pero el tiempo, ese enemigo silencioso, comenzó a reclamarla. Primero fue su memoria. Dejó de recordar los pequeños detalles, esos que construyen los días: un nombre, un lugar, una historia. Luego empezó a mirarme como si yo fuera una extraña. Su mirada, antes clara y segura, se volvió confusa, perdida. La muerte llegó pausada y en calma, no de golpe, sino como una marea que sube lenta, arrasando poco a poco hasta cubrirlo todo.
La veía sentada en su silla, respirando, pero sin estar realmente allí. Su cuerpo seguía, pero su esencia se desvanecía. Era como si la muerte no tuviera prisa, como si quisiera prolongar el dolor de perderla. Y yo, impotente, solo podía observar cómo desaparecía, minuto a minuto.
Desde entonces, aprendí que la muerte no siempre es un final abrupto. A veces es un proceso, una sombra que avanza poco a poco, hasta que se lleva todo lo que importa.
Pero en mi memoria, ella sigue viva. En el aroma del campo después de la lluvia. En el canto de los pájaros que aún resuena en esas montañas. En el susurro de los pinos, que parece contar las historias que ella dejó atrás. Ella está conmigo porque lo que me dio, por haber sido mi sostén, mi fuerza, mi confidente y mi todo. No se fue del tonto, siento que algo de ella sigue en mí. Pero, aunque me consuelo saber lo que fuimos, no puedo dejar de extrañarla y amarla.
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